Pensé que el mundo se encogía y descubrí un resquicio de vida eterna,

en los ojos de la gente, en su hospitalidad y en su altruista sabiduría,

a veces huía, pero siempre hacia delante, atravesando tierras yermas

bajo la luna llena encontré calor en la morada de un mago erudito.

Fue en invierno, rozando el cielo, estaba en el Tíbet y allí descubrí el infinito.

 

Me escabullí de humos y ondas para respirar por fin, libre.

Llegué donde nadie antes para entender imposibles, certeros.

Saboreé la belleza de lugares místicos en soledad, humana.

Toqué el cielo con la punta de los dedos y sentí el sol, frío.

Iluminé mis noches con recuerdos de diamantes y oro, fundido.

 

Recibí sin pedir y aprendí sin estudiar,

descubrí que para decir, no hace falta hablar.

Por un momento pensé que caminaba, pero me percaté de que volaba.

No tenía prisa, destino ni guion, pues esta vez el filme no lo dirigía yo, sino el azar,

el azar de la verdad, el fuego y la ambición.

El cielo era tan azul que era azul hasta de noche,

las miradas tan honestas que a veces dolían,

los reproches no existían en la tierra del incienso,

un corazón indefenso cuando llora lo hace de verdad,

una comunidad que se extingue agoniza de realidad.

 

Dibujé un nirvana platónico con mis alas de cristal

sobrevolando místicos santuarios en cumbres ocultas,

ni me intimidan ni asustan, tus argumentos de condición irracional.

La honestidad brutal de los magos del ascetismo

dio una lección de fe y esperanza al predicador del ilusionismo.

 

Al presenciar y sufrir la desgracia en un tierra sabia

en este viaje lloré espadas de angustia por un paraíso que fallece,

pero soñaré y lucharé por un remedio imposible, porque para ello se creó la magia.

Fue allí en el Tíbet, en su cielo, en sus ojos y en un camino inaudito,

que por fin, cuando me había dado por vencido, descubrí el infinito.

Fue allí, en el Tíbet descubrí el infinito