El artículo de hoy no parte tan solo de un raciocinio aleatorio, sino que cuando decidí venir al Tíbet estimé que la barrera lingüística sería un gran impedimento para la comunicación y, sin embargo, pasar cuatro semanas comunicándome constantemente con los habitantes locales pero sin poder hablar con nadie me ha abierto otros muchos caminos y divagaciones. Admito estar experimentando las sonrisas más certeras y conectando en un lugar muy adentro con cada persona que me encuentro, algo que me ha hecho llegar a preguntarme cómo sería el mundo si no existieran los idiomas.

Los niños tienen una gran capacidad comunicación no verbal

Sería una sociedad en la que no habría lugar para la manipulación dialéctica y por consiguiente no existiría la política ni religión más allá que a la que uno le dicte su propia razón. Por ello, aprenderíamos a juzgar y valorar a los que nos rodean por sus acciones y propósitos, los hechos no engañan y la consideración y reputación de cada individuo sería ni más ni menos que la merecida.

 

En el arte también tendría su repercusión, pues si imaginamos un mundo donde las canciones no tengan letra, estoy convencido de que seríamos capaces de crear, percibir y sentir la música de manera más profunda. Así como no existiría el marketing artístico que trata de vendernos y convencernos sobre lo que las obras transmiten, por lo que se eliminaría la especulación y el arte sería juzgado íntegramente por las emociones que es capaz de producir en la audiencia.

 

¿Y en el amor? No existiría el cortejo de la palabrería, sino el de los hechos, la expresión, el sentimiento. Las miradas y gestos delatores tomarían más protagonismo, así como la capacidad para leerlos e interpretarlos.

 
 
 

Durante estas cuatro semanas de viaje en el Tíbet no he podido hablar con nadie, pero he descubierto un lenguaje de expresión corporal que sustituye a las palabras y es capaz de transmitir de manera certera sentimientos esenciales como la cortesía, el agradecimiento, la estima o el respeto. He presenciado una y otra vez como un gesto honesto vale más que mil palabras y, aunque suene extraño, en ocasiones tras abandonar un lugar he tenido la intensa sensación de que conocía verdaderamente a algunos tibetanos a los que ya, sin lugar a dudas, consideraba mis amigos.

Templo tibetano en la montaña, escuela de jóvenes monjes budistas

Durante la primera semana de viaje, arribé con mi cámara y mi mochila a un monasterio entre montañas habitado por 130 monjes adolescentes tutelados por una docena de lamas séniores. Al instante de llegar me hallé rodeado por un gran número de los muchachos que, movidos por su curiosidad, me hacían preguntas en tibetano sin cesar. Era una situación en la que había muchísimas cosas que decir y compartir, pero la barrera lingüística parecía impedirlo. Casi con toda seguridad, era la primera vez que veían a un occidental y comenzaba a denotarse frustración en sus caras al no poder comunicarse conmigo.

No hablar el mismo idioma no les supuso ninguna barrera

Así, decidí que era momento de pasar a la acción, desenfundé mi armónica y comencé a tocar y bailar. La respuesta fue inolvidable, pues los jóvenes monjes que aún observaban a la distancia también se acercaron y todos juntos comenzaron a reír, gritar y aplaudir arrítmicamente. A continuación, un chico me mostró un libro de texto donde aparecían imágenes de distintos animales, leí su intención y comencé a interpretar los sonidos de los mismos para despiporre general de los muchachos, tras lo cual algunos de ellos empezaron a realizar su propia versión de las onomatopeyas, algo que nos valió para descubrir que animales que emitían exactamente los mismos sonidos eran interpretados de manera completamente diferente por ellos y por mí. Los jóvenes monjes me ofrecieron alojamiento y comida y terminé conviviendo tres días con ellos, durante los cuales, a pesar de no hablar el mismo idioma, no dejamos de comunicarnos ni un momento. Incluso, una mañana, tres de ellos me despertaron para invitarme a pasear, en lo que acabo siendo una escalada de seis horas a la montaña que lindaba con el monasterio bajo una tormenta de nieve.

Joven monje tibetano reposando en el bosque

Jamás olvidaré el momento en el que tuve partir de ese lugar, pues una docena de los monjes adolescentes con los que más fraternicé se congregaron para despedirme. Uno de ellos se acercó y, tocándose el corazón con una mano, extendió la otra para entregarme el collar que hasta ese momento colgaba de su cuello. Si hubiera dicho ‘adiós’ o ‘gracias’ no me habrían entendido, pero ni fueron necesarias esas palabras ni habrían hecho justicia a lo que de verdad sentía en ese instante. En su lugar, antes de marcharme, los muchachos y yo conectamos a través de nuestras miradas, en los ojos quedó expresada tanto mi infinita gratitud como su extrema satisfacción por la aventura de inmersión humana y cultural que acabábamos de compartir. Sin más, me marché sin decir ni oír nada, pero el collar que ahora colgaba de mi cuello y las miradas que me llevaba de recuerdo fueron de los mensajes más intensos que jamás he experimentado.

 

Obviamente he resaltado tan solo las facetas positivas que se devienen de esta divagación, pues sin duda la vida perdería encanto sin poder recitar poesía, escuchar una ópera o decir un te quiero. En definitiva, si no existieran los idiomas impulsaríamos nuestra expresividad corporal e interacción humana para ser capaz de transmitir lo que sentimos. Seguro hablaríamos menos, pero me da la impresión de que probablemente diríamos mucho más.

Si no existieran los idiomas hablaríamos menos, pero probablemente diríamos mucho más