Al séptimo día de viaje por el Tíbet llegué a una pequeña aldea situada en la ladera de una montaña, un local se acercó a mí sonriendo y me pidió que le acompañara, dirigiéndome a una calle en mitad del poblado donde se hallaban alrededor de una docena de personas comiendo juntas de una gran perola plateada. Me ofrecieron comida y bebida con una cordialidad y jovialidad prodigiosas y, al cabo de un rato, un monje tibetano apareció y me instó a acompañarle, invitación que acepté con agrado. Desde entonces, cada paso que avancé con él dirigiéndonos hacia su casa me acercaba a descubrir la justa sabiduría del Lama.

En la casa del Lama

Otros dos monjes se encontraban en una diminuta sala de estar sentados sobre el suelo de madera, mientras la anciana madre del lama alternaba dos teteras sobre el fuego de su cocina de leña para asegurar que el té que nos ofrecía estaba en su temperatura óptima en todo momento. Tras un par de horas de charla, los dos monjes invitados abandonaron la casa custodiados por el anfitrión, momento que aproveché para comenzar a escribir sentado en el alféizar del balcón de la vivienda.

El Lama tibetano

Caía ya el anochecer y unos minutos más tarde, sin intuir su presencia hasta que estuvo justo a mi lado, el lama depositó un manojo de plantas y una pileta con agua sin realizar ningún comentario. Intuí su insinuación, me senté en el suelo y desabroché el cordel que aunaba los vegetales comenzando a sumergirlos en la gélida agua del balde proveído por el lama ante su atenta mirada sentado en silencio en una silla de madera a poco más de un metro de mí. Limpiando cada planta una a una a base de caricias bajo su supervisión silenciosa e inalterable, el tiempo transcurría convirtiendo una tarea tan simple y cotidiana en una lección de incalculable valor y belleza.

El té estaba siempre caliente gracias al sistema de las dos teteras sobre el fuego

Al instante de finalizar con la última planta, se levantó y abandonó la habitación para volver unos segundos después con una tabla de madera y un cuchillo que dejaría a mi lado antes de recuperar su asiento y posición en la silla de madera dispuesta en el centro de la pequeña sala. Instrucciones o comentarios sobraban y ahora cortando los vegetales, de nuevo el silencio supuso el mentor idóneo para transmitir una pizca de tal preciada sabiduría.

Una vez hube terminado mis tareas como pinche culinario del monje tibetano que me hospedaba, éste recolectó los vegetales ya lavados y cortados y comenzó a cocinarlos manteniendo el clima de silencio y respeto que llevaba caracterizando la escena. Tras unos veinte minutos friendo las plantas y cociendo arroz, emitió un grito con el que sospeché estaba llamando a alguien y unos segundos más tarde entró en la habitación su hijo de cuatro años.

El monje nos sirvió tanto al pequeño como a mí y de nuevo se sentó a observarnos en calma. Cada vez que finalizábamos la comida de nuestro bol, lo rellenaba automáticamente mientras el suyo permanecía vacío y, cuando no podíamos comer más por estar totalmente colmados, finalmente se levantó y vertió la comida sobrante en su bol y comenzó a comer.

Siempre he defendido que las palabras más bonitas de este mundo son aquellas que no hace falta decir, teoría que en este caso se elevó a su máxima exponencia tras tener el privilegio de asistir a una lección magistral de humildad, respeto y valores a cortesía de un lama que compartió sin cavilar su justa sabiduría.

El hijo del Lama

Las palabras más bonitas de este mundo son aquellas que no hace falta decir