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El Síndrome del Viajero Solitario

En los últimos años he vivido 3 meses en Londres, 7 en Grecia, 3 en Perú, volví a Sevilla donde me despedí de mis compañeros y amigos, tras ello viví 9 meses en Croacia, 6 en Canadá, 8 en Indonesia, 4 meses en Tailandia, pasé 2 años viajando por el mundo con un equipo de ciclismo y ahora vivo entre Berlín, Zúrich y Madrid.

Comencé a viajar con 21 años y con 33 he visitado más de 80 países. Siempre inicié cada uno de mis viajes solo y siempre los acabé acompañado. Toda aventura ha tenido sus retos y desafíos pero cada experiencia me ha hecho más fuerte. Tras varios años en la carretera he conseguido identificar mis síntomas y poder llegar a auto-diagnosticarme: padezco El Síndrome del Viajero Solitario.

El ser humano es social por naturaleza, busca apoyo y refugio en colectivos entre los que encuentra afinidad para sentirse más fuerte. La civilización está evolucionando hacia una sociedad de masas, donde el comportamiento global de la población queda regulado por modas y normas de conducta que rigen el 90% de nuestro tiempo; a qué hora levantarnos, a qué hora ir a trabajar, a qué hora desayunar, comer y cenar, a qué hora irnos a la cama…e incluso cómo vestir, qué música escuchar y qué tecnologías utilizar a fin de no sentirnos excluidos.

Viajar solo es la mejor forma de viajar acompañado

Nuestras relaciones humanas y hábitos de comportamiento construyen durante años nuestra zona de confort. Si estamos tristes, tener amigos o familiares a nuestro lado nos va a levantar el ánimo; si nos despertamos eufóricos y extremadamente alegres, el hecho de que el resto de nuestros seres cercanos no lo esté apaciguará nuestra emoción; si pensamos algo discrepante, la opinión general de las personas que nos rodean nos hará pensar que estamos equivocados y acabaremos acatando que lo correcto es lo establecido.

Gran Mezquita del Sultán Qaboos, en Omán

Así, estos factores sociales y humanos que nos rodean constantemente ofrecen una estabilidad emocional a la par que una comodidad afectiva que relaja nuestros sentidos y enfocan nuestro progreso humano de forma apacible. Sin embargo, al viajar solo dejas de tener esas referencias y tus funciones anímicas acaban funcionando de forma más independiente y autónoma, lo cual tiene sus aspectos positivos y negativos.

El conocer gentes y culturas diferentes constantemente es un hecho indudablemente enriquecedor; amplías tus horizontes y perspectivas llegando a comprender que la gran mayoría de cosas en esta vida son relativas. Conoces gente maravillosa y, en ocasiones, fuera de series, seres humanos inspiradores que simplemente con su comportamiento, forma de vida y respeto por sus principios y valores humanos cambian a las personas que les rodean.

Siempre he pensado que nacemos como botellas vacías y que la influencia de la gente que nos rodea va rellenando esa botella que conforma nuestra persona, teniendo la posibilidad de aprender a decidir cuánto queremos añadir de cada persona en nuestra botella.

Viajar solo ofrece la flexibilidad y oportunidad de acabar trabajando en proyectos alucinantes

Cuando pasas mucho tiempo solo, sin referencias ni opiniones que consideras fiables, corres el peligro de elevar tu opinión y juicio por encima de la de los demás. Es la lucha interna contra el ego la mayor de las batallas que un viajero ha de librar. Todo el mundo tiene algo que enseñarnos y es en la capacidad de escuchar y apreciar a nuestro alrededor donde radica la clave del éxito, definiendo ‘éxito’ por supuesto como proceso de constante desarrollo y aprendizaje humano.

Al viajar, descubrir y trabajar en nuevas culturas, a menudo se encuentran situaciones a las que no estamos acostumbrados, comportamientos que nos parecen extraños, irracionales e incluso a veces injustos. Pero es justo en esos momentos cuando tenemos la oportunidad maximizar nuestro aprendizaje si somos capaces de relajar y expandir nuestra mente.

Viajar solo es una forma de conocerse y descubrirse

En mi caso, he pasado el tiempo necesario en muchos lugares como para llegar a construir grandes amistades…justo antes de tener que marcharme a otro lugar.

Diluyo la nostalgia y la añoranza de tantos seres queridos esparcidos por el mundo con los que no puedo compartir tantísimo como desearía en jarabe de pura vida que me ofrecen las nuevas aventuras y enseñanzas cada día.

Sin tener una colectividad que dosifique las emociones, a menudo llegas a pensar que tienes miles de amigos, que todo el mundo es genial y que la vida es maravillosa, pero a veces sientes que estás completamente solo en un mundo inmenso repleto de individuos egoístas. Inevitablemente, necesitamos mucho más tiempo para hacer amigos que para perderlos y conforme pasan los años y sigues caminando, en ocasiones acabas teniendo la sensación de que hay muchísima gente acompañándote tras tus pasos, pero muy pocos a tu lado.

A veces te enfrentas a la soledad, pero esta también te enseña

Así, El Síndrome del Viajero Solitario se caracteriza por una inestabilidad emocional y una alteración en la percepción del tiempo y el espacio al resetear la concepción de los mismos y reconectar con lo básico y fundamental, con el origen. Es una mezcla de la adrenalina de lo incierto con la improvisación del momento. Es el no saber si la vida va muy deprisa o hay tiempo para todo, si se tienen miles de amigos o solo unos cuantos verdaderos, si el mundo es un lugar descomunalmente grande o un pañuelo.

Como en todo síndrome, el primer paso es identificarlo, el segundo aceptarlo y el tercero es buscar el remedio. En mi caso creo que el síndrome que padezco es el regalo que tengo la fortuna de vivir cada día y que no hay mejor forma de afrontarlo que aprovechar cada uno de los segundos y personas que me rodean para seguir aprendiendo.

La vida es hoy, aquí y ahora, allá donde esté y cuando quiera que sea. Sonreír es la forma más efectiva de cambiar el mundo y tengo decidido continuar mi revolución.

Aunque viaje solo sé que mi camino lo recorren conmigo todos aquellos que caminan a mi lado.

El síndrome del viajero solitario

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¿Y si te te dijera 'te quiero'?

Sí a ti, ¿y si te dijera que te quiero?

Con tus virtudes y defectos que te hacen único y diferente, con tus manías e incongruencias, no me importan, pues veo en ti cientos de cualidades y atributos que admiro y te hacen especial. A veces me enojas a menudo me emocionas. Hoy porque es viernes, mañana porque brilla el sol, pasado porque vuelve a subir la luz. Te aprecio y construyes mi vida, no me duele ni me molesta decírtelo, más bien me enorgullece; Te quiero.

 

¿Por qué incluso en nuestros familiares y amigos de toda la vida que tanto queremos constantemente resaltamos sus contados defectos y manías sobre todos los demás atributos positivos? ¿Por qué etiquetamos y juzgamos a desconocidos a primera vista? ¿Por qué no mostramos y transmitimos abierta y honestamente nuestros sentimientos y afecciones? ¿Por qué es tan complicado decir ‘te quiero’?

Cuando viajas a zonas remotas o subdesarrolladas, una de las características que más impactan al contactar con los habitantes locales es la inocencia. Nadie te va a juzgar por tu forma de vestir, hablar o por tu corte de pelo, sino que habitualmente vas a ser tratado desde el primer momento con respeto y admiración. Normalmente, cuanto menos contacto tenga con la civilización una determinada comunidad, más puro será el corazón de sus miembros. No acostumbran a esconder sus sentimientos, sean buenos o malos y a menudo te ofrecen lo que tienen, ni más ni menos.

Esa honestidad brutal es en sí una auténtica revolución, pues causa un impacto que te empuja a reflexionar y replantearte la forma de valorar a nuestros semejantes y expresar nuestras emociones, así como a descubrir el poder que tiene nuestra forma de actuar a nuestro alrededor como arma sugestiva de evocaciones positivas.

Este comportamiento tan simple, inocente y a la vez conmovedor de comunidades humildes situadas un paso al margen denota claramente que el ser humano es bueno y positivo por naturaleza, pero que esta sociedad competitiva nos acaba restringiendo y limitando las capacidades afectivas.

Decir 'te quiero' es terapéutico tanto para el que lo dice como para el que lo recibe

Si crees en un mundo mejor, en la paz, en el ser humano y en los mensajes inspiradores de las imágenes de Facebook que publican tus amigos y en los que haces clic en ‘me gusta’, no me creo que te resulte tan complicado mirar hoy fijamente a los ojos de uno de tus amigos o familiares y decírselo. ¿Por qué no pruebas y contemplas el impacto tan poderoso que tienen las palabras bellas y honestas? ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué la persona a la que se lo digas sonría abiertamente? ¿Qué te abrace? ¿Qué devuelva el ‘te quiero’?

Creo que merece la pena intentarlo, hoy puede ser un maravilloso día para comenzar a resaltar las facetas positivas de los que nos rodean, hacérselo saber y observar como de repente la vida se inunda de sonrisas y color. Ser capaz de llevar a cabo una auténtica revolución cada día con tan solo dos palabras, eso amigo, eso es magia.

Los niños al no haber desarrollado el orgullo tienen más facilidad de decir te quiero. ¡Aprendamos de ellos!

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Suspiros de Camboya

Acabo de finalizar mi viaje por Camboya y me inunda un arrollo de sentimientos y emociones que arrojar sobre el papel, un cóctel de deleite con un toque de sirope de amargura. He pasado una semana visitando un país que no es el mismo que ayer ni será el mismo que mañana. Tremendamente bello a la vez que salvajemente devorado por la apetencia voraz de los turistas Camboya es el hogar del espectacular templo de Angkor Wat y alberga playas y parajes naturales únicos. Pero la inconsciencia de los turistas y codicia de inversores están devastando a marchas forzadas el encanto natural del país a la vez que desestabilizando la sociedad local ante la impasividad de las autoridades locales. Así, tras siete días de fantástica aventura salpicada con arrebatos de impotencia, paso a compartir mis suspiros de Camboya.

Poipet, punto fronterizo de entrada a Camboya desde Tailandia

Crucé desde Tailandia por el paso fronterizo de Poipet viajando en autobús local, aunque la gran mayoría de pasajeros eran extranjeros. Cinco kilómetros antes de llegar a la frontera, el conductor se detiene junto a un restaurante y anuncia a viva voz que es el momento de adquirir la visa. Todos se bajan del vehículo mientras observo atónito por la ventanilla como entregan sus pasaportes y un buen fajo de dólares a un par de locales repeinados tras una simple mesa de madera claramente colocada de forma improvisada en medio del local. Tras pasar unos treinta minutos expuestos a las arterías de los locales, los viajeros volvieron al autobús con pasaporte en mano y sonrisa de agrado.

Al conversar con ellos, me comentaron que habían pagado 40 dólares por la visa, cuando yo tenía entendido que tan solo valía 20, pero además habían desembolsado 3 dólares extra por la prueba de la malaria. ‘¿La prueba de la malaria?’ Pregunté extrañado. Resulta que les habían introducido un termómetro en el oído asegurando que necesitaban tener un certificado que dejara constancia de que no portaban la enfermedad y eso, por supuesto, tenía su precio. Acababa de descubrir que existía una tecnología puntera en un restaurante local de Camboya que era capaz de diagnosticar la malaria tras introducir un termómetro en el oído, ¡qué cosas!

Bandera y cartel del partido comunista de Camboya

Cuando al fin llegamos al paso fronterizo, pronto me percaté de estar entrando en zona comercial. Tras cruzar el borde de Tailandia y llegar al de Camboya, donde tenían que sellar mi pasaporte (para aquellos que no habíamos ‘contratado’ la improvisada agencia del restaurante local), me encontré con una ventanilla de la que asomaban tres policías y sobre la que un cartel rezaba “Visa, 20 dólares”. Entregué mi pasaporte y un billete de 20 dólares con una sonrisa que fue correspondida con una mirada fría de los oficiales mientras golpeaban con el dedo índice un folio pegado con papel de celo en el mostrador: “20 dólares + 150 Baht” (150 Baht = 4 euros). Mi respuesta fue golpear ligeramente y aún sonriendo el cartel que había sobre ellos, “20 dólares”. Como si de un duelo del lejano oeste se tratara, fruncieron el ceño y de nuevo golpearon, esta vez con más intensidad, el cartelito pegado en el mostrador que exigía una pequeña tasa añadida sin ningún motivo justificado aparente. Así, respondí señalando al cartel que marcaba el ‘precio justo’ con también algo más firmeza mirándoles fijamente. Tras tres o cuatro rondas donde la exaltación de golpes repetidos a carteles que defendían nuestros respectivos intereses iba creciendo, un oficial que observaba la escena desde la distancia se acercó, me cogió del hombro, dijo “OK, OK, OK” y me hizo pasar. Estaba convencido de que 20 dólares era el precio de mi visa y 4 euros extra suponía un importe muy alto si implicaba secundar y contribuir a un sistema de corrupción. No tengo duda de que la respuesta está en nosotros, la revolución se juega cada día y hemos de aceptar nuestra responsabilidad en cada acción.

Mi primera imagen al entrar en Camboya fue la de una niña, visiblemente menor de edad, repartiendo tarjetas de sus servicios eróticos con su número de teléfono impreso en ellas. Era solo un adelanto de lo que me esperaba por ver en Siem Reap, ciudad que alberga al majestuoso templo de Angkor Wat.

El madrugón mereció la pena para ver los templos de Angkor Wat al amanecer

Lo que más me sorprendió fue el poco cuidado y respeto por las instalaciones y ruinas tanto por parte de los turistas como de los responsables a cargo de gestionar y proteger el templo. Se trataban de las ruinas de unos templos que databan de hace más de 1.000 años y llegaron a alojar a 800.000 personas, convirtiendo Angkor Wat en (de lejos) la ciudad más poblada de la antigüedad. Sin embargo ahora había una masificación descomunal de turistas escalando por las rocas, tocando todas las esculturas, sentándose a comer y beber en estancias de los templos y demás barbaridades varias que me resultaba imposible entender que una gestión local permitiera sobre su patrimonio. Y en efecto no era así, pues tras investigar un poco a posteriori descubrí que el Gobierno de Camboya había cedido la concesión a una empresa petrolífera que facturaba 25 millones de dólares anuales por la gestión de Angkor Wat y retribuía tan solo 1 millón anual al Gobierno del país. Obviamente, la conservación de las ruinas no entra dentro de sus prioridades.

El lugar en sí es prodigioso, extraordinario y cuesta concebir que fuera construido hace más de 1.000 años un lugar tan bello y cautivador. Una de los aspectos más destacables es la forma de integrarse tras el paso de los años con el bosque que ahora inunda toda la zona. El circuito para visitar los templos más relevantes es de 20 kilómetros, la gran mayoría de visitantes lo realiza en tuc-tuc (transporte local motorizado) y unos pocos en bicicleta. Yo lo realicé caminando. A pesar de que los principales templos estaban masificados, eso no impedía poder contemplar su extremada belleza. Además disfruté caminando por el bosque del recinto, descubriendo incluso pequeñas aldeas de cabañas y templos camuflados en la densidad de la arboleda donde no había ni un solo visitante.

Los templos de Angkor Wat están repletos de arte en piedra

"¡Más barato que el Mercadona oiga!"

Se podía apreciar un factor común al resto de atracciones turísticas en Asia; los vendedores ambulantes locales obstinados en convencerte para adquirir cualquier tipo de artículo. No obstante, en este caso había una circunstancia asombrosa y es que muchos de ellos manejaban un vocabulario básico en un gran número de idiomas. Así, si uno se detenía a observar a un vendedor durante un momento, podías verlo ofrecer su producto en inglés y seguidamente, tras tratar de averiguar la procedencia del turista en concreto, preguntarle qué tal está en francés, chino, japonés o incluso español, hasta el punto de que presencié como unos turistas españoles pasaban frente al puesto de una vendedora de láminas de arte y al responder “Spanish” a su pregunta sobre su procedencia, esta exclamó “¡comprad! ¡Más barato que el Mercadona!”. En este caso a los perplejos paisanos no les quedó otro remedio que darse la vuelta, sonreír…y acabar sucumbiendo a los encantos de la vendedora local adquiriendo una de sus obras.

La visita a los templos fue una experiencia inolvidable, pero no tan gratificante fue mi primer paseo al día siguiente por la ciudad que los aloja, Siem Reap, pues está totalmente comercializada y plagada de turistas que dejan pasar por alto una ocasión tan maravillosa de descubrir una nueva gastronomía y tradiciones locales entregándose a establecimientos en los que consumen comida occidental, beben cerveza europea y tan solo interactúan con otros turistas.

Tras un breve paseo, me percaté que al haber visitado ya los templos de Angkor Wat mi tiempo en Siem Reap concluiría el día siguiente, pero antes quería explorar un poco y descubrir el auténtico aspecto de un pueblo camboyano, así que me dispuse a caminar en dirección contraria a las dos calles diseñadas para el turismo, una decisión que resultó ser un gran acierto.

La conmoción que había causado en mí la ocupación realizada por la influencia occidental en el centro de la ciudad, pronto se fue diluyendo conforme caminaba entre caminos de tierra rodeados de cabañas de madera y cañizo observando a los mayores dialogar pacíficamente en grupos mientras los niños jugaban y hacían de las suyas a sus anchas.

Niño vendiendo serpientes a turistas

Al cabo de un rato, llegué a lo que a primera vista parecía un templo abandonado pero al acercarme descubrí un grupo de personas vestidas de blanco escuchando sentadas el sermón de dos monjes budistas. Me fui aproximando sigilosamente para no importunar la ceremonia, aunque pronto percibí una atmósfera festiva y jovial, por lo que comencé a documentar gráficamente la escena. Seguí acercándome y para mi asombro, tras ver una pequeña corona de flores junto a una fotografía, entendí que se trataba de un funeral. Averiguando alrededor, descubrí una pira crematoria, donde estaban incinerando el cuerpo del difunto mientras la ceremonia tenía lugar. ¿Cómo puedo estar seguro de esto? Minutos después tuve la fortuna de conocer a alguien muy especial que me explicó con esmero los detalles y filosofía tras el rito que acababa de contemplar.

Seguí caminando y adentrándome en ese misterioso emplazamiento hasta que llegué a un pequeño poblado de casas de madera donde avisté las telas naranjas propias de monjes budistas colgando de varias cuerdas. Tras pasear por los alrededores, hallé un joven monje jugando con unos cachorros y me acerqué a conversar con él. Asombrosamente se comunicaba a la perfección en inglés y pude disfrutar de un interesante y enriquecedor rato de conversación con él.

Rathana Asous, monje budista tibetano, estudiante de la vida

Su nombre es Rathana Asous y tiene 22 años, 10 de los últimos cuales ejerciendo de monje budista. Me contó que esta pequeña aldea se llama Wat Bo y en ella viven 148 monjes que asisten a una escuela budista y pasan prácticamente todo el resto de su tiempo estudiando. Rathana comparte su habitación con otros dos monjes y me explica que aquí viven de forma muy humilde, pero está tremendamente agradecido a las personas que a través de sus donativos hacen posible que esta aldea exista. De cierta manera, la gente contribuye para que los monjes tengan unas condiciones de vida decentes y puedan estudiar y formarse, mientras que por otro lado, se ven retribuidos al poder consultar y pedir consejo a los monjes, charlar con ellos y contar con su tutela en ritos y ceremonias.

Su familia vive en una aldea muy humilde y le enviaron a este poblado para que tuviera la oportunidad de estudiar y aprender, aunque solo tiene la oportunidad de visitarles una vez al año. Al hablar sobre el rito que acaba de presenciar, me confirmó que se trataba de un funeral y que efectivamente incineran el cuerpo del difunto mientras se celebra la ceremonia para después depositar los restos en una de las pagodas. Cuando le pregunté sobre cómo era posible que todos los asistentes fueran de blanco y reinara un aire de jovialidad para despedir a un joven que había fallecido, me sonrió y dijo que para ellos la muerte no es el final, sino el comienzo de un nuevo inicio, de otra nueva vida, parte de un proceso que se va repitiendo indefinidamente hasta alcanzar el Nirvana.

Tras Siem Reap, me apetecía descubrir qué aspecto tenía la costa de Camboya, así que me desplacé hasta Sihanoukville, donde me alojé en un albergue local y alquilé una motocicleta al dueño de un bar para descubrir playas inhabitadas más allá de la civilización. De nuevo la sensación fue agridulce, pues a pesar de ser un lugar bello que alojaba playas vírgenes de arena fina y aguas turquesas, también se percibía el aliento de un imperialismo aplastante que avanzaba sin ningún tipo de complejos. Claro ejemplo de ello era el puente que lleva a la Isla de Kohpuos. Desde que llegué me llamó la atención su espectacular presencia, por lo que fui allí con la intención de cruzarlo y descubrir algo más. Para mi sorpresa, el puente, a pesar de estar totalmente finalizado, estaba cerrado al tránsito, hecho que despertó mis suspicacias. Tenía que averiguar más al respecto.

Puente hacia la Isla de Kohpuos

Acudí al lugar que siempre funciona cuando se requiere de una investigación profunda y sagaz: el bar. Tras compartir un par de cervezas con locales y extranjeros séniores asentados en la ciudad, dejé caer el tema y compartieron conmigo la historia del puente y la isla que más tarde he podido contrastar de fuentes fiables.

Las playas de Otres son espectaculares

La Isla de Kohpuos, a la que lleva el puente desde Sihanoukville, resulta ser un auténtico paraíso terrenal, combinando un denso bosque tropical y rica vida animal con unas playas vírgenes de ensueño…desgraciadamente un panorama demasiado bonito para perdurar. Un grupo de inversiones ruso consiguió la concesión de la isla durante 99 años con la promesa de “desarrollar” la zona. Pues bien, básicamente lo que han hecho ha sido construir un lujoso y modernista puente para cerrarlo al público mientras edifican y arrasan el hábitat natural a sus anchas con el objetivo de preparar una isla llena de pomposos y opulentos restaurantes, resorts y centros comerciales para atraer al turismo de alta gama. Y yo me pregunto, si destrozan y transforman un paraíso natural que antes disfrutaban los locales en un emplazamiento turístico donde todos los negocios van a estar controlados por magnates rusos, ¿desde qué punto de vista se puede esto llamar “desarrollo” para Camboya? Pero es que además, el principal inversor del grupo que logró la concesión de la isla, Alexander Trofimov, fue declarado culpable de abusar sexualmente a nada menos que 17 menores, por lo que fue condenado a otros tantos años de prisión de los que tan solo ha cumplido 3 de ellos antes de serle concedido el ‘Perdón Real’ y ser deportado a Seúl.

Tras descubrir como bailan de la mano belleza natural y controversia en Sihanoukville, me desplacé a Kampot, alquilé una motocicleta y me interné en un parque natural buscando un pueblo fantasma abandonado francés del que ya apenas queda nada.

Tuve la suerte de visitar el poblado fantasma de Kampot...¡cubierto de niebla!

Por último, antes de volver a Tailandia, hice noche en Battambang, alquilé de nuevo una motocicleta, fui conduciendo durante casi una hora y preguntando a locales hasta encontrar por fin el hogar de la más grande de las especies del único mamífero volador: el murciélago gigante de la fruta o como es llamado comúnmente, megamurciélago. Fue uno de esos momentos en los que a pesar de crear grandes expectativas, fueron superadas con creces.

Sabía que eran animales grandes, pero al poder presenciarlos de cerca su aspecto realmente impacta. Intimida verlos sobrevolar 3 o 4 metros por encima acompañando su vuelo con una imponente sombra bajo ellos. Su envergadura oscila entre 1’20 y 1’80 metros y, como su nombre indica, se alimentan de fruta. Además, la peculiaridad de este lugar es que a pesar de que hay cientos de árboles en la zona, todos los murciélagos se reparten en los tres que están situados en la entrada del templo budista de Wat Baydamram, hecho que alimenta el mito local sobre monjes y megamurciélagos protegiéndose mutuamente.

¡Megamurciélago!

Sin duda la aventura por Camboya ha sido una experiencia grata y enriquecedora en la que sobre todo he disfrutado el contacto con los amables y risueños habitantes locales, así como, en cuanto lograba huir un poco de la ciudad, una naturaleza pura y salvaje. No obstante, es ineludible la sensación de rabia e impotencia tras atestiguar como una vez más la ambición y codicia de unos pocos es capaz de tener una influencia tan devastadora sobre la cultura, tradiciones, forma de vida y en definitiva, el hogar de un número tan grande de personas. Pero me quedo con la parte más importante de la reflexión, y es que son tan solo unos pocos y al fin y al cabo tengo la certeza de que la forma en que orientamos nuestro consumo y forma de hacer turismo es la que sostiene o desacredita este tipo de inversiones y comportamientos imperialistas. Presenciar estas realidades me motiva e inspira para hacer llegar el mensaje de que todo está cambiando, pues si ellos son unos pocos nosotros somos muchísimos y cada vez somos más conscientes de nuestra responsabilidad, nos estamos dando cuenta de que un mundo mejor es posible y de que la respuesta está en nosotros.

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Irse de Vacaciones Vs Viajar

Si al desplazarte a otro país cenas pizza, bebes Coca-cola, pasas el día conectado a las redes sociales a través de tu dispositivo móvil y por las noches te embriagas a base de Heineken junto a un turista australiano, entonces estás tomando un respiro y poniendo kilómetros de por medio con tu día a día cotidiano, algo que puede ser conveniente e incluso a veces necesario, pero, bajo mi punto de vista, no estás viajando, sino que te estás yendo de vacaciones.

No, no es lo mismo irse de vacaciones que viajar

Mi última expedición a Camboya tuvo un sabor agridulce, pues a pesar de disfrutar de toda una experiencia y descubrir un país y unas gentes maravillosas, me dolió ver como el turismo estaba transformando por completo la sociedad local, y es que son muchos los que tras visitar países infra-desarrollados se quejan de las diferencias sociales sin darse cuenta de que con su comportamiento consumista y desconsiderado están contribuyendo a que la situación siga siendo así e incluso empeore. Estos turistas viajan a países desfavorecidos motivados con un nivel de vida más barato donde poder vivir con todo tipo de lujos y disfrutar de un desmadre exótico de forma económica. Sin embargo, no se preocupan en informarse sobre los estándares locales y a menudo arraigan su conducta a base de una suma de dinero que no solo desestabiliza la sociedad local, sino que potencia su pérdida de identidad.

Si los turistas pagan 4 dólares por una hamburguesa con queso y se van tremendamente satisfechos por haber comido de forma económica, ¿Con qué motivación los cocineros locales van a seguir preparando platos tradicionales que solían vender por un dólar pudiendo preparar comida occidental? Si taxistas y motoristas logran cobrar 10 dólares por un viaje a los turistas, ¿Cómo van a aceptar transportar a los locales como siempre hacían por un precio diez veces inferior? Si las niñas locales embolsan en un fin de semana bailando en la barra de un bar abarrotado por turistas lo mismo que en un mes desempeñando un oficio corriente…si los vendedores de ropa consiguen ganar 5 veces más vendiendo productos ‘made in China’ que los que los fabrican a mano porque los turistas prefieren comprar más y barato…y así un largo etcétera de actuaciones que, a pesar de ser totalmente inocentes, llevan intrínsecas un efecto extremadamente nocivo para las comunidades locales.

Ir a Asia y pedir comida occidental es síntoma de "estar de vacacaiones" en lugar de "viajando"

"¡Más barato que el Mercadona!

Otro aspecto que se da sobre todo en países asiáticos, es que frecuentemente los vendedores locales sonsacan para poder venderles cualquier tipo de artículos a unos turistas que en la gran mayoría de los casos les ignoran e incluso desprecian, pasando como si fueran más, como si estuvieran por encima, ignorando que en realidad les están ofreciendo y presentando su lugar, su casa. Los turistas dejan pasar la oportunidad de interactuar y comunicarse con los pobladores autóctonos y no se percatan de los esfuerzos que estos hacen por captar su atención hasta el punto de que, a pesar de ser analfabetos, logran manejar un vocabulario básico de una gran variedad de idiomas. En los templos de Angkor Wat llegué incluso a escuchar una vendedora de telas vocear a un par de turistas españoles: “¡comprad! ¡Más barato que el Mercadona!”, aunque en este caso a los perplejos paisanos no les quedó otro remedio que darse la vuelta, sonreír…y acabar sucumbiendo a los encantos de la vendedora local adquiriendo uno de sus productos.

Nietzsche hablaba sobre como a veces sin damos cuenta estamos ejerciendo una influencia enorme sobre ciertas personas con nuestras palabras y/o comportamiento hacia ellos. En el caso de un viajero, conoces y descubres a muchas personas y, salvo en ocasiones excepcionales, alguien que conozcamos en la calle va a ser siempre uno más que, aunque tal vez logre despertarnos una sonrisa, no jugará una influencia crucial para nosotros. No obstante, la forma de actuar que nosotros tengamos hacia ellos si puede ser única y al no tener tantas experiencias con las que comparar, nuestro comportamiento puede resultar realmente relevante. Sobre todo si tras tratar de comunicarse con cientos de turistas que no solo los ignoran sino que los menosprecian, nosotros actuamos de forma positiva, ello jugará una influencia mucho mayor de la que nosotros jamás podamos imaginar, tal vez incluso le dé esperanzas y sueños, pero seguro autoestima y una gran pizca de alegría que recordarán mucho más tiempo del que nosotros lograremos mantener en nuestra memoria el emplazamiento turístico que estamos visitando.

Viajar es explorar, descubrir, aventurarse, y considero que para ello resulta imprescindible el trato directo con la cultura y gentes locales. Cuando nos exigimos a vivir y experimentar otras formas de vida, así como a comunicarnos y relacionarnos con personas que perciben la vida de manera completamente distinta a la nuestra, podemos a llegar a sentirnos incómodos, pero es justo gracias esa disconformidad como forzamos a expandir nuestra inteligencia cultural y a entender no solo que nuestra forma de concebir la vida no es la única, sino que incluso a veces no necesariamente tiene por qué ser la óptima. Viajar es un ejercicio de auto-exposición a lo diferente que tiene su repercusión directa en la forma de respetar y entender a los demás, diluyendo estereotipos y derrumbando prejuicios infundados.

Viajar es estar abierto a descubrir y experimentar

Para irse de vacaciones, resulta imprescindible incluir un emplazamiento que garantice unas fotografías espectaculares y a ser posible con un dote de historia que permita desplazarnos con el convencimiento de estar realizando una actividad cultural. Sin embargo, para viajar no solo no es necesario visitar un lugar de interés turístico, sino que en ocasiones puede ser hasta perjudicial si lo que de verdad buscamos es una experiencia cultural y enriquecedora, ya que el turismo suele traer consigo una influencia consumista y capitalista que acaba deteriorando la autenticidad y unicidad de los habitantes, tradiciones y cultura locales. Al contrario de lo que mucha gente piensa, viajar no está ligado para nada con desplazarse lejos, sino con encontrar algún factor cultural diferente para nosotros del que podamos aprender y extraer algo que nos ayude a crecer, ya sea ligado a las gentes, estilos arquitectónicos, gastronomía o cualquier otro, siempre y cuando lo vivamos desde dentro respetándolo desde fuera.

Aclarar que en ningún momento estoy criticando o ensalzando una u otra modalidad, pues si bien es cierto que viajar es un ejercicio que resulta frecuentemente agotador e incluso, en ocasiones, frustrante mientras que irse de vacaciones es justo lo que algunas personas necesitan para romper con la monotonía y conseguir un tan ansiado reposo físico y anímico. Tan solo estoy diferenciando y describiendo ambos estilos desde una perspectiva cultural, pues tras viajar he contemplado y llegado a diferenciar estas dos modalidades bien diferenciadas. ¿Vacacionas o viajas? ¿Descansas o descubres? No es lo mismo ser que estar ni irse de vacaciones que viajar. Decide entre maleta o mochila…¡Y a volar!

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¿Por qué dejamos de hacernos preguntas?

Cuando somos pequeños, es la curiosidad por aprender y descubrir lo que nos empuja a preguntar constantemente cualquier cosa que no comprendemos, pero es que además, se da el caso de que cuando somos niños queremos comprenderlo todo. Esa combinación, curiosidad y preguntas, resulta la fórmula perfecta del aprendizaje. No obstante, al hacernos adultos de cierta manera estimamos que sabemos lo básico y fundamental cuando en realidad si mantuviéramos el interés por entender el comportamiento de los demás con toda seguridad podríamos aprender de los que nos rodean a fin de convertirnos en un ser humano más tolerante y comprensivo. Por ello aún no consigo entenderlo, ¿por qué dejamos de hacernos preguntas?

Los niños utilizan la capacidad de hacer preguntas para continuar aprendiendo siempre

Observando a los niños te percatas de que no dan nada por sentado; tocan, juegan, preguntan, en definitiva, descubren. Ese comportamiento puede suceder tan solo por la consciencia de saber que no se sabe, y es justo esa humildad personal la que predispone a seguir aprendiendo y desarrollándose. Sin embargo, cuando crecemos necesitamos hacer valer nuestra posición y juicio a fin de crearnos una imagen sólida y creíble, sin percatarnos que nuestra firmeza está haciendo un muy flaco favor a nuestro desarrollo personal.

Al darse un malentendido o una situación comprometida, el ser humano adulto automáticamente tiende a pensar que la otra parte está totalmente equivocada e incluso a menudo resulta increíble entender el por qué esa persona ha actuado de esa determinada manera, pasando a juzgarla y etiquetarla por su comportamiento. Pero, ¿y si nos pusiéramos de veras en su lugar? ¿Y si comenzáramos a hacernos preguntas hasta tratar de llegar a comprender los motivos que han empujado a esa persona a actuar así?

Cada uno es un mundo diferente, con sus particularidades y circunstancias que además son vistas de forma totalmente subjetiva dependiendo el juicio individual de la persona, pero asiduamente resulta más sencillo y rápido pasar por alto estas condiciones, desperdiciando así no solo una oportunidad excelente de acercarnos a nuestros afectos al resolver los conflictos dialécticamente, sino una ocasión maravillosa de aprender sobre el comportamiento humano del mundo que nos rodea.

Cada día presenciamos maneras de vivir que a priori no comprendemos, desde formas de vestir o hablar hasta variaciones en estados de ánimo sin, bajo nuestro punto de vista, motivo justificado aparente. La verdadera pregunta consiste en si queremos seguir juzgando y etiquetando sin más o tomamos la iniciativa de pararnos a pensar y reflexionar ante cada situación incómoda. Los niños aprenden sin sosiego gracias a no haber desarrollado aún un orgullo que les impida contemplar la opción de estar equivocados, pero la vida es larga y nos ofrece infinidad de oportunidades para seguir creciendo y aprendiendo simplemente si siguiéramos haciéndonos preguntas. Hoy la que me ha hecho a mí pararme a pensar y reflexionar es, ¿por qué dejamos de hacernos preguntas?

La curiosidad impulsa a los niños a descubrir

Nos centramos en enseñar a los niños, pero podríamos aprender de ellos, por ejemplo a seguir haciéndonos preguntas

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El auténtico valor del tiempo

Durante mi último proyecto en el que dirigí a un grupo de veinte artistas en un retiro de meditación artístico en Tailandia, con el fin de que aprovecharan la experiencia al máximo, traté desde el primer momento hacerles comprender que ‘no es lo mismo estar aquí que estar presente’. El Sol, una planta o incluso el sofá de tu casa ‘están ahí’, pero no tienen la capacidad de utilizar su conciencia para apreciar ese momento; nosotros sí. Podemos seguir pasando por la vida sin que la vida pase por nosotros o comenzar a exprimir cada segundo apreciando el auténtico valor del tiempo.

El auténtico valor del tiempo

Si en un instante concreto estamos ligados a la tecnología o incluso a pensamientos ajenos, no estaremos disfrutando por completo de ese momento, sino de tan solo un porcentaje (¿Tal vez el 30-40%?). Parecerá exagerado, pero al no ser una situación aislada, sino en un comportamiento que se ha convertido en una forma de vida, ese es el porcentaje real del tiempo presente que estamos aprovechando.

La añoranza de la juventud, nostalgia de un lugar o anhelo de la compañía de una persona, sentimientos que nos mantienen viviendo en el pasado, reviviendo situaciones que ya han tenido lugar. Puede sonar frío, pero desde el punto de vista práctico, pararse a echar de menos situaciones, lugares o personas, es un comportamiento nada constructivo que hace menos valioso nuestro tiempo presente, pues en lugar de estar viviendo este determinado instante, aprendiendo de las circunstancias que nos rodean y trabajando por construir situaciones o amistades bellas, estamos atascados en un momento pasado del que ya tuvimos ocasión de aprender en su día y del que indudablemente no vamos a conseguir cambiar nada.

La meditación entrena la consciencia

Si pasamos los días soñando con algo que no está a nuestro alcance, automáticamente todo lo que sí llevamos a cabo parecerá tener menos valor. Esta tesitura nos deja tan solo dos posibles opciones: medir nuestros sueños y aspiraciones acorde a nuestras posibilidades a fin de coleccionar resultados que nos satisfagan y enriquezcan o simplemente perseguir nuestros sueños con todo, cualesquiera que sean, pero siempre siendo plenamente conscientes de que no solo es posible que no se cumplan, si no que es probable. Por ello, debemos estar abiertos a observar y aprender durante el camino, de forma que no solo nosotros evolucionamos sino que nuestros sueños lo hacen también. La diferencia entre los objetivos y los sueños es que los primeros se disfrutan solo al conseguirlos, sin embargo los sueños son algo que se disfrutan mientras suceden, son en sí motivadores e inspiradores haciendo más valioso el tiempo durante el proceso de vivir.

No pasar tiempo con las personas que queremos o perder amigos o seres queridos a causa del orgullo también influye en el valor de nuestro tiempo, pues al perder personas importantes nos vemos obligados a buscar nuevas amistades y relaciones, algo que no solo desgasta sino que nos hace ‘perder’ tiempo una y otra vez en la misma tarea.

Si vivimos con miedo o timidez que nos impide realizar ciertas acciones o decir determinadas cosas, de nuevo no estamos viviendo completamente como deberíamos, sino que estamos dejando pasar situaciones solo y exclusivamente por elección nuestra. Sentimientos como la envidia o el rencor nos empujan a desarrollar emociones ligadas con el odio, así como añaden lastres que impiden nuestro avance de forma natural. Todos estos factores actúan como cuerdas que a pesar de tener elasticidad, nos mantienen siempre anclados a puntos del pasado.

A menudo me replanteo mi vida, a veces fracaso y en ocasiones derramo una lágrima, pero jamás miro atrás ni tengo la opción de arrepentirme por lo que no intenté, lo que no hice, lo que no dije. Tal vez se dé el caso de que en el futuro mi vida se estanque, pero para entonces ya será demasiado tarde para haberla desperdiciado, pues tengo aprendido el auténtico valor del tiempo y por ello disfruto con toda mi pasión y energía cada segundo de cada día como si fuera el último a la vez de con la ilusión de como si fuera el primero.

Hay un refrán que dicta “la vida no se mide por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin respiración”, palabras con tanta belleza poética que resulta difícil refutar. No obstante, yo difiero por completo; creo que la vida se mide en los momentos que aprendemos, las veces que logramos alzar una sonrisa en un semejante y, sobre todo, en los días que logramos ser felices saboreando cada segundo y siendo enteramente nosotros mismos.

Las redes sociales nos 'roban' el tiempo

No es lo mismo estar aquí que estar presente

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Los Lagos de la Certeza

En uno de mis últimos viajes visité Nepal para filmar y fotografiar sesiones de meditación además de extender mi visa de trabajo para Tailandia, motivo este último por el cual debido a un contratiempo finalmente tuve que ampliar mi estancia en el país de nacimiento de Buda. Así, tras terminar mi trabajo con las sesiones de meditación en Katmandú, resultó que de repente disponía de dos días extra en el país, por lo que sin pensarlo dos veces y a pesar de estar a doce horas de camino en autobús, enfundé mi cámara y mi mochila y puse rumbo al místico lugar que protagoniza una de las canciones de Héroes del Silencio, los Lagos de Pokhara.

Me dijeron que la mayoría de turistas eligen el taxi como medio de transporte y otros un autobús de alta gama, pero yo, fiel a mi estilo, viajé de la manera que lo hacen los locales, que en este caso se trataba de un autobús cochambroso. Llegué ya de noche tras una odisea de viaje por caminos de montaña y me dirigí andando directamente al lago con el fin de estar en posición para cumplir el objetivo por el cual me había desplazado a Pokhara: fotografiar los lagos al amanecer y al atardecer desde la mejor localización posible.

Como siempre, puse la responsabilidad de mi tarea en manos de la sabiduría local, preguntando a varios habitantes autóctonos que coincidieron en que sin duda el mejor lugar para situar mi cámara era la cima del monte Sarangkot, situado a la vera del lago Phewa. Así pues, encontré una habitación barata en el último hostal de la calle junto al lago lindando con la base de la montaña y tras dormir unas cuatro horas, a las tres de la mañana estaba ya en pie para comenzar mi desafío y tratar de alcanzar la cima situada a 1,700 metros de altura a tiempo para fotografiar los lagos al amanecer.

Los locales me habían dicho que había un camino para subir, así como facilitado algunas instrucciones básicas. Aun así, pregunté también a unos camioneros que estaban despiertos ya a esas horas y me indicaron la dirección que debía seguir para subir la montaña de forma más o menos apacible por el sendero que conducía directamente a la cima.

Sin embargo, era totalmente oscuro, tan solo tenía la luz del móvil que me prestaron para mi trabajo en Tailandia y, al comenzar a subir la montaña, el camino se bifurcaba en varias direcciones, por lo que seguí mi instinto, elegí uno de ellos y comencé a subir. Tras una hora de escalada con una dificultad media en la densa oscuridad de la noche, comencé a percatarme de que no estaba subiendo por el sendero, ya que gradualmente el camino se fue complicando y la maleza haciendo más y más espesa. Pero ya era tarde para dar marcha atrás, pues si lo hacía no llegaría a tiempo a la cima para fotografiar el amanecer y eso significaría perder mi desafío con la montaña, así que seguí escalando guiado por mi intuición y la leve luz que emanaban las estrellas, así como en ocasiones la luz del móvil…que paulatinamente se iba quedando sin batería.

Manos ensangrentadas tras la subida nocturna

La pendiente se fue haciendo más pronunciada y la maleza convirtiendo en zarzas afiladas que me atrapaban, arañaban y hacían de cada paso una auténtica lucha. Estaba perdido a media noche en mitad de la montaña tan solo intuyendo hacia donde estaba la cima. Mis manos estaban sangrando, mis energías se iban agotando y la cima parecía estar cada vez más lejos. Por si fuera poco, cada vez que me detenía la maleza se agitaba a unos pocos metros de mí, dando la impresión de que se podía tratar de algún animal salvaje al acecho. Así, comencé a delirar y concebir mi desafío como si de una metáfora de la vida convertida en lección se tratara: cuando todo es oscuridad el más ligero rayo de luz puede alumbrar lo justo para avistar el camino; a veces un paso atrás sirve para dar varios hacia delante de forma certera; cada vez que caes y te levantas te sientes más fuerte pero también estás más cerca de no tener fuerzas para levantarte de nuevo, y, sobre todo, que camino se llama a todo aquello que nos lleva a nuestro destino.

Llevaba ya tres horas escalando y comenzaba a notarse cierta claridad en el cielo avisando que el sol estaba en camino para atender a su cita diaria con el amanecer. Ya no tenía batería en el móvil y subía prácticamente a ciegas luchando con mis manos desnudas y sangrantes por deshacer los muros de zarzas que se imponían en mi camino. Y cada vez me detenía, algo se agitaba bruscamente en la maleza tras de mí… Estaba totalmente desfondado, creía que estaba totalmente perdido, cuando finalmente el camino se aclaró dando paso a un campo de pinares que subí prácticamente a trote por la emoción y tras el cual logré avistar finalmente la cima de la montaña que se encontraba a una distancia más que considerable, aunque el camino estaba despejado. Vacío de fuerzas, tiré de orgullo y llegué justo con unos minutos de antelación para colocar mi cámara y guardar las energías necesarias para apretar el disparador y fotografiar los lagos al amanecer. Media tarea estaba hecha, ahora quedaba bajar y fotografiar al atardecer.

La subida mereció la pena, el amanecer sobre las montañas del Annapurna fue alucinante

Al descender, desde la cima y ya con la luz matinal, avisté claramente el sendero que indicaban los locales y con el que habría ido de forma mucho más apacible, pero ya no importaba, mi camino me había llevado a tiempo a mi destino, luego era igualmente válido.

Mientras bajaba, me encontré con dos jóvenes nepalíes que al verme lleno de tierra y ramas, sangrando y desfondado, me llevaron a su casa para invitarme a té ante la presencia de sus padres y abuela. Cuando me preguntaron qué me había pasado y les indiqué por donde había subido, resoplaron y dijeron que estaba totalmente loco, no solo por subir a oscuras por el lado más complicado, sino especialmente porque en esa determinada montaña había un tigre famoso por aniquilar los animales de los granjeros.

Cuando mi cara se desencajó ante la noticia, me insistieron en varias ocasiones que no era un tigre demasiado grande, pero yo no podía dejar de pensar en los matorrales agitándose a unos metros de mí cada vez que me detenía o caía al suelo. ¿Sería el pequeño tigre esperando a que bajara mis brazos y convirtiera en una presa fácil? ¿Cualquier otro animal mucho más inofensivo? ¿O la imaginación de locales dotando de adrenalina a esta aventura? Nunca habrá forma de saberlo, aunque mi experiencia me dice que normalmente los locales saben lo que dicen.

Una familia nepalesa se apiadó de mi

Último vistazo al Monte Sarangkot, agradeciéndole la aventura

El día trascurrió tratando de descansar y recuperar algo de fuerzas, aunque cuando me coloqué en posición para fotografiar el atardecer, aún estaba totalmente destrozado. Además, no tenía apenas dinero (no contaba con pasar tres días más en el país, teniendo que comprar dos billetes de autobús y pagar una noche de hostal) y casi no había comido. En ese instante, apareció una mujer de unos sesenta años con una pequeña sábana repleta de collares. Tras un par de minutos tratando de venderme sus manualidades y percatarse de que estaba ausente debido a mi estado, pasó a preguntarme sobre qué me había pasado y comenzamos a hablar e intimar. Resultó que se trataba de una mujer tibetana que no podía visitar a su familia porque China le denegaba la posibilidad de volver a su localidad natal. Así, la mujer, mientras me relataba su historia personal con rabia y lágrimas en los ojos, no dejaba de repetir a menudo, “you know? China bullshit!” (¿Sabes? ¡China es una tontería!).

Los lagos de la certera al atardecer

Tras escuchar su historia, me introduje la mano en el bolsillo y deposité en el suelo todas las monedas y billetes que tenía, apenas llegando a cuatro dólares. La mujer, que cuando llegó me estaba pidiendo doce y quince dólares por sus collares, me dio uno de ellos indicándome que ese era el único que provenía realmente del Tíbet, pues lo hizo antes de deportarse. Tíbet. Nos despedimos con un abrazo y cuando ya se hubo ido, la mujer volvió sobre sus pasos y me dio una bolsa de frutos secos que tenía en su mochila mientras pronunciaba las últimas palabras que escucharía de ella: “como madre quiero pensar que mis hijos están sanos y salvos, así que quiero que tu madre que también te tiene lejos esté tranquila de que tú estás alimentado”.

Así nació la promesa de saldar mi deuda con esa bella mujer: Iría al Tíbet a investigar y conocer la situación así como a luchar por su gente utilizando las dos armas más poderosas que conozco, mi cámara y la verdad. Fue allí donde se forjó mi siguiente aventura, en Pokhara, fotografiando al atardecer los Lagos de la Certeza.

En los lagos de la certera se forjó mi próximo proyecto documental: Aún Tíbet

Actualización: Dos años más tarde, mi documental Aún Tíbet, se proyectaría por todo el mundo, ganaría el premio a la mención especial del jurado en el Festival de los Derechos Humanos de Bolivia y está siendo retransmitido actualmente en una televisión nacional estadounidense.

 
 
 
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La justa sabiduría del Lama

Al séptimo día de viaje por el Tíbet llegué a una pequeña aldea situada en la ladera de una montaña, un local se acercó a mí sonriendo y me pidió que le acompañara, dirigiéndome a una calle en mitad del poblado donde se hallaban alrededor de una docena de personas comiendo juntas de una gran perola plateada. Me ofrecieron comida y bebida con una cordialidad y jovialidad prodigiosas y, al cabo de un rato, un monje tibetano apareció y me instó a acompañarle, invitación que acepté con agrado. Desde entonces, cada paso que avancé con él dirigiéndonos hacia su casa me acercaba a descubrir la justa sabiduría del Lama.

En la casa del Lama

Otros dos monjes se encontraban en una diminuta sala de estar sentados sobre el suelo de madera, mientras la anciana madre del lama alternaba dos teteras sobre el fuego de su cocina de leña para asegurar que el té que nos ofrecía estaba en su temperatura óptima en todo momento. Tras un par de horas de charla, los dos monjes invitados abandonaron la casa custodiados por el anfitrión, momento que aproveché para comenzar a escribir sentado en el alféizar del balcón de la vivienda.

El Lama tibetano

Caía ya el anochecer y unos minutos más tarde, sin intuir su presencia hasta que estuvo justo a mi lado, el lama depositó un manojo de plantas y una pileta con agua sin realizar ningún comentario. Intuí su insinuación, me senté en el suelo y desabroché el cordel que aunaba los vegetales comenzando a sumergirlos en la gélida agua del balde proveído por el lama ante su atenta mirada sentado en silencio en una silla de madera a poco más de un metro de mí. Limpiando cada planta una a una a base de caricias bajo su supervisión silenciosa e inalterable, el tiempo transcurría convirtiendo una tarea tan simple y cotidiana en una lección de incalculable valor y belleza.

El té estaba siempre caliente gracias al sistema de las dos teteras sobre el fuego

Al instante de finalizar con la última planta, se levantó y abandonó la habitación para volver unos segundos después con una tabla de madera y un cuchillo que dejaría a mi lado antes de recuperar su asiento y posición en la silla de madera dispuesta en el centro de la pequeña sala. Instrucciones o comentarios sobraban y ahora cortando los vegetales, de nuevo el silencio supuso el mentor idóneo para transmitir una pizca de tal preciada sabiduría.

Una vez hube terminado mis tareas como pinche culinario del monje tibetano que me hospedaba, éste recolectó los vegetales ya lavados y cortados y comenzó a cocinarlos manteniendo el clima de silencio y respeto que llevaba caracterizando la escena. Tras unos veinte minutos friendo las plantas y cociendo arroz, emitió un grito con el que sospeché estaba llamando a alguien y unos segundos más tarde entró en la habitación su hijo de cuatro años.

El monje nos sirvió tanto al pequeño como a mí y de nuevo se sentó a observarnos en calma. Cada vez que finalizábamos la comida de nuestro bol, lo rellenaba automáticamente mientras el suyo permanecía vacío y, cuando no podíamos comer más por estar totalmente colmados, finalmente se levantó y vertió la comida sobrante en su bol y comenzó a comer.

Siempre he defendido que las palabras más bonitas de este mundo son aquellas que no hace falta decir, teoría que en este caso se elevó a su máxima exponencia tras tener el privilegio de asistir a una lección magistral de humildad, respeto y valores a cortesía de un lama que compartió sin cavilar su justa sabiduría.

El hijo del Lama

Las palabras más bonitas de este mundo son aquellas que no hace falta decir

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Infinito

Pensé que el mundo se encogía y descubrí un resquicio de vida eterna,

en los ojos de la gente, en su hospitalidad y en su altruista sabiduría,

a veces huía, pero siempre hacia delante, atravesando tierras yermas

bajo la luna llena encontré calor en la morada de un mago erudito.

Fue en invierno, rozando el cielo, estaba en el Tíbet y allí descubrí el infinito.

 

Me escabullí de humos y ondas para respirar por fin, libre.

Llegué donde nadie antes para entender imposibles, certeros.

Saboreé la belleza de lugares místicos en soledad, humana.

Toqué el cielo con la punta de los dedos y sentí el sol, frío.

Iluminé mis noches con recuerdos de diamantes y oro, fundido.

 

Recibí sin pedir y aprendí sin estudiar,

descubrí que para decir, no hace falta hablar.

Por un momento pensé que caminaba, pero me percaté de que volaba.

No tenía prisa, destino ni guion, pues esta vez el filme no lo dirigía yo, sino el azar,

el azar de la verdad, el fuego y la ambición.

El cielo era tan azul que era azul hasta de noche,

las miradas tan honestas que a veces dolían,

los reproches no existían en la tierra del incienso,

un corazón indefenso cuando llora lo hace de verdad,

una comunidad que se extingue agoniza de realidad.

 

Dibujé un nirvana platónico con mis alas de cristal

sobrevolando místicos santuarios en cumbres ocultas,

ni me intimidan ni asustan, tus argumentos de condición irracional.

La honestidad brutal de los magos del ascetismo

dio una lección de fe y esperanza al predicador del ilusionismo.

 

Al presenciar y sufrir la desgracia en un tierra sabia

en este viaje lloré espadas de angustia por un paraíso que fallece,

pero soñaré y lucharé por un remedio imposible, porque para ello se creó la magia.

Fue allí en el Tíbet, en su cielo, en sus ojos y en un camino inaudito,

que por fin, cuando me había dado por vencido, descubrí el infinito.

Fue allí, en el Tíbet descubrí el infinito

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Si no existieran los idiomas

El artículo de hoy no parte tan solo de un raciocinio aleatorio, sino que cuando decidí venir al Tíbet estimé que la barrera lingüística sería un gran impedimento para la comunicación y, sin embargo, pasar cuatro semanas comunicándome constantemente con los habitantes locales pero sin poder hablar con nadie me ha abierto otros muchos caminos y divagaciones. Admito estar experimentando las sonrisas más certeras y conectando en un lugar muy adentro con cada persona que me encuentro, algo que me ha hecho llegar a preguntarme cómo sería el mundo si no existieran los idiomas.

Los niños tienen una gran capacidad comunicación no verbal

Sería una sociedad en la que no habría lugar para la manipulación dialéctica y por consiguiente no existiría la política ni religión más allá que a la que uno le dicte su propia razón. Por ello, aprenderíamos a juzgar y valorar a los que nos rodean por sus acciones y propósitos, los hechos no engañan y la consideración y reputación de cada individuo sería ni más ni menos que la merecida.

 

En el arte también tendría su repercusión, pues si imaginamos un mundo donde las canciones no tengan letra, estoy convencido de que seríamos capaces de crear, percibir y sentir la música de manera más profunda. Así como no existiría el marketing artístico que trata de vendernos y convencernos sobre lo que las obras transmiten, por lo que se eliminaría la especulación y el arte sería juzgado íntegramente por las emociones que es capaz de producir en la audiencia.

 

¿Y en el amor? No existiría el cortejo de la palabrería, sino el de los hechos, la expresión, el sentimiento. Las miradas y gestos delatores tomarían más protagonismo, así como la capacidad para leerlos e interpretarlos.

 
 
 

Durante estas cuatro semanas de viaje en el Tíbet no he podido hablar con nadie, pero he descubierto un lenguaje de expresión corporal que sustituye a las palabras y es capaz de transmitir de manera certera sentimientos esenciales como la cortesía, el agradecimiento, la estima o el respeto. He presenciado una y otra vez como un gesto honesto vale más que mil palabras y, aunque suene extraño, en ocasiones tras abandonar un lugar he tenido la intensa sensación de que conocía verdaderamente a algunos tibetanos a los que ya, sin lugar a dudas, consideraba mis amigos.

Templo tibetano en la montaña, escuela de jóvenes monjes budistas

Durante la primera semana de viaje, arribé con mi cámara y mi mochila a un monasterio entre montañas habitado por 130 monjes adolescentes tutelados por una docena de lamas séniores. Al instante de llegar me hallé rodeado por un gran número de los muchachos que, movidos por su curiosidad, me hacían preguntas en tibetano sin cesar. Era una situación en la que había muchísimas cosas que decir y compartir, pero la barrera lingüística parecía impedirlo. Casi con toda seguridad, era la primera vez que veían a un occidental y comenzaba a denotarse frustración en sus caras al no poder comunicarse conmigo.

No hablar el mismo idioma no les supuso ninguna barrera

Así, decidí que era momento de pasar a la acción, desenfundé mi armónica y comencé a tocar y bailar. La respuesta fue inolvidable, pues los jóvenes monjes que aún observaban a la distancia también se acercaron y todos juntos comenzaron a reír, gritar y aplaudir arrítmicamente. A continuación, un chico me mostró un libro de texto donde aparecían imágenes de distintos animales, leí su intención y comencé a interpretar los sonidos de los mismos para despiporre general de los muchachos, tras lo cual algunos de ellos empezaron a realizar su propia versión de las onomatopeyas, algo que nos valió para descubrir que animales que emitían exactamente los mismos sonidos eran interpretados de manera completamente diferente por ellos y por mí. Los jóvenes monjes me ofrecieron alojamiento y comida y terminé conviviendo tres días con ellos, durante los cuales, a pesar de no hablar el mismo idioma, no dejamos de comunicarnos ni un momento. Incluso, una mañana, tres de ellos me despertaron para invitarme a pasear, en lo que acabo siendo una escalada de seis horas a la montaña que lindaba con el monasterio bajo una tormenta de nieve.

Joven monje tibetano reposando en el bosque

Jamás olvidaré el momento en el que tuve partir de ese lugar, pues una docena de los monjes adolescentes con los que más fraternicé se congregaron para despedirme. Uno de ellos se acercó y, tocándose el corazón con una mano, extendió la otra para entregarme el collar que hasta ese momento colgaba de su cuello. Si hubiera dicho ‘adiós’ o ‘gracias’ no me habrían entendido, pero ni fueron necesarias esas palabras ni habrían hecho justicia a lo que de verdad sentía en ese instante. En su lugar, antes de marcharme, los muchachos y yo conectamos a través de nuestras miradas, en los ojos quedó expresada tanto mi infinita gratitud como su extrema satisfacción por la aventura de inmersión humana y cultural que acabábamos de compartir. Sin más, me marché sin decir ni oír nada, pero el collar que ahora colgaba de mi cuello y las miradas que me llevaba de recuerdo fueron de los mensajes más intensos que jamás he experimentado.

 

Obviamente he resaltado tan solo las facetas positivas que se devienen de esta divagación, pues sin duda la vida perdería encanto sin poder recitar poesía, escuchar una ópera o decir un te quiero. En definitiva, si no existieran los idiomas impulsaríamos nuestra expresividad corporal e interacción humana para ser capaz de transmitir lo que sentimos. Seguro hablaríamos menos, pero me da la impresión de que probablemente diríamos mucho más.

Si no existieran los idiomas hablaríamos menos, pero probablemente diríamos mucho más

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